La cultura argentina nos refleja la crisis del liberalismo

La Gran Guerra y sus atrocidades, el triunfo de la Revolución Rusa de 1917, el ascenso del fascismo en la crisis del paradigma liberal, que había dominado la política y la economía durante todo el largo siglo XIX. La creencia ilustrada en una línea de progreso indefinido para la sociedad occidental y civilizada es reemplazada por una mirada pesimista respecto del futuro. Este se presenta inestable, cambiante e incierto.
El paradigma liberal fue reemplazado por diferentes corrientes: el comunismo internacionalista con centro en Moscú y la Komintern (III Internacional o Internacional Comunista); el fascismo y nazismo en Italia y Alemania: los países que más habían sufrido las consecuencias de la Primera Guerra Mundial; y el Estado de Bienestar en los Estados Unidos y algunos países de Europa Occidental y nórdica.
En todo el mundo esta crisis tuvo su expresión en el campo del arte y la cultura. Por supuesto, Argentina no fue la excepción.

La propuesta es escuchar un clásico del tango de la época de la Decada Infame (1930-1943): "Cambalache" de Enrique Santos Discépolo, compuesto en 1934. Podés conocer más sobre esta canción en el programa "¿Cómo hice...?".

Y leer una aguarfuerte porteña de Roberto Arlt. Este periodista y escritor solía recorrer la ciudad y describir con su talento los lugares y personajes que le llamaban la atención. Estos relatos eran publicados en la columna Aguafuertes porteñas del diario “El mundo” y luego fueron compilados en varios libros. Lee a continuación "La tragedia del hombre que busca empleo".

La persona que tenga la saludable costumbre de levantarse tempra­no, y salir en tranvía a trabajar o a tomar fresco, habrá a veces observa­do el siguiente fenómeno:
Una puerta de casa comercial con la cortina metálica medio corrida. Frente a la cortina metálica, y ocupando la vereda y parte de la calle, hay un racimo de gente. La muchedumbre es variada en aspecto. Hay peque­ños y grandes, sanos y lisiados. Todos tienen un diario en la mano y con­versan animadamente entre sí.
Lo primero que se le ocurre al viajante inexperto es de que allí ha ocurrido un crimen trascendental, y siente tentaciones de ir a engrosar el número de aparentes curiosos que hacen cola frente a la cortina metáli­ca, mas a poco de reflexionarlo se da cuenta de que el grupo está consti­tuido por gente que busca empleo, y que ha acudido al llamado de un aviso. Y si es observador y se detiene en la esquina podrá apreciar este conmovedor espectáculo.
Del interior de la casa semiblindada salen cada diez minutos indivi­duos que tienen el aspecto de haber sufrido una decepción, pues irónica­mente miran a todos los que les rodean, y contestando rabiosa y sintéti­camente a las preguntas que les hacen, se alejan rumiando desconsuelo. Esto no hace desmayar a los que quedan, pues, como si lo ocurrido fuera un aliciente, comienzan a empujarse contra la cortina metálica, y a darse de puñetazos y pisotones para ver quien entra primero. De pronto el más ágil o el más fuerte se escurre adentro y el resto queda mirando la cortina, hasta que aparece en escena un viejo empleado de la casa que dice:
—Pueden irse, ya hemos tomado empleado.
Esta incitación no convence a los presentes, que estirando el cogote sobre el hombro de su compañero comienzan a desaforar desvergüenzas, y a amenazar con romper los vidrios del comercio. Entonces, para en­friar los ánimos, por lo general un robusto portero sale con un cubo de agua o armado de una escoba y empieza a dispersar a los amotinados. Esto no es exageración. Ya muchas veces se han hecho denuncias seme­jantes en las seccionales sobre este procedimiento expeditivo de los patro­nes que buscan empleados.
Los patrones arguyen que ellos en el aviso pidieron expresamente “un muchacho de dieciséis años para hacer trabajos de escritorio”, y que en vez de presentarse candidatos de esa edad, lo hacen personas de treinta años, y hasta cojos y jorobados. Y ello es en parte cierto. En Buenos Aires, “el hombre que busca empleo” ha venido a constituir un tipo su¡ generis. Puede decirse que este hombre tiene el empleo de “ser hombre que busca trabajo”.
El hombre que busca trabajo es frecuentemente un individuo que os­cila entre los dieciocho y veinticuatro años. No sirve para nada. No ha aprendido nada. No conoce ningún oficio. Su única y meritoria aspira­ción es ser empleado. Es el tipo del empleado abstracto. El quiere traba­jar, pero trabajar sin ensuciarse las manos, trabajar en un lugar donde se use cuello; en fin, trabajar “pero entendámonos… decentemente”.
Y un buen día, día lejano, si alguna vez llega, él, el profesional de la busca de empleo, se “ubica”. Se ubica con el sueldo mínimo, pero qué le importa. Ahora podrá tener esperanzas de jubilarse. Y desde ese día, calafateado en su rincón administrativo espera la vejez con la paciencia de una rémora.
Lo trágico es la búsqueda del empleo en casas comerciales. La oferta ha llegado a ser tan extraordinaria, que un comerciante de nuestra amis­tad nos decía:
—Uno no sabe con qué empleado quedarse. Vienen con certificados. Son inmejorables. Comienza entonces el interrogatorio:
—¿Sabe usted escribir a máquina?
—Sí, ciento cincuenta palabras por minuto.
—¿Sabe usted taquigrafía?
—Sí, hace diez años.
—¿Sabe usted contabilidad?
—Soy contador público.
—¿Sabe usted inglés?
—Y también francés.
—¿Puede ofrecer una garantía?
—Hasta diez mil pesos de las siguientes firmas.
—¿Cuánto quiere ganar?
—Lo que ustedes acostumbran pagar.
—Y el sueldo que se les paga a esta gente -nos decía el aludido comerciante— no es nunca superior a ciento cincuenta pesos. Doscientos pesos los gana un empleado con antigüedad… y trescientos… trescientos es lo mítico. Y ello se debe a la oferta. Hay farmacéuticos que ganan ciento ochenta pesos y trabajan ocho horas diarias, hay abogados que son escri­bientes de procuradores, procuradores que les pagan doscientos pesos men­suales, ingenieros que no saben qué cosa hacer con el título, doctores en química que envasan muestras de importantes droguerías. Parece menti­ra y es cierto.
La interminable lista de “empleados ofrecidos” que se lee por las mañanas en los diarios es la mejor prueba de la trágica situación por la que pasan millares y millares de personas en nuestra ciudad. Y se pasan éstas los años buscando trabajo, gastan casi capitales en tranvías y es­tampillas ofreciéndose, y nada… la ciudad está congestionada de emplea­dos. Y sin embargo, afuera está la llanura, están los campos, pero la gen­te no quiere salir afuera. Y es claro, termina tanto por acostumbrarse a la falta de empleo que viene a constituir un gremio, el gremio de los deso­cupados. Sólo les falta personería jurídica para llegar a constituir una de las tantas sociedades originales y exóticas de las que hablará la historia del futuro.
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